A família na Islândia

Fonte: El País, 06/04/2008.

Atualização em 01/06/2008: a CartaCapital traduziu e publicou a reportagem completa em sua edição nº 497, de 28/05/2008.

Islândia_Família_Educação.pdf

La buena vida

JOHN CARLIN 06/04/2008

Aislamiento. Frío. Naturaleza hostil. Los islandeses han hecho frente a sus problemas. Hoy son los seres humanos más felices, y su país, el lugar donde mejor se vive del mundo. Ellos mismos explican por qué.

El índice de natalidad más elevado de Europa + la mayor tasa de divorcios + el mayor porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa = el mejor país del mundo para vivir. Hay algo que tiene que estar mal en esta ecuación. Si se unen esos tres factores –montones de hijos, hogares rotos, madres ausentes–, el resultado tiene que ser la receta para la miseria y el caos social. Pues no. Islandia, el bloque de lava subártico al que se refieren estas estadísticas, encabeza las últimas clasificaciones del Índice de Desarrollo Humano del PNUD, lo cual significa que, como sociedad y como economía –en relación con la riqueza, la sanidad y la educación–, es el mejor lugar del mundo. Podría replicarse: muy bien, pero con sus oscuros inviernos y sus veranos nada tropicales, ¿son felices los islandeses? La verdad es que, en la medida en que es posible medir esas cosas, lo son. Entre otras estadísticas, un estudio académico aparentemente serio aparecido en The Guardian en 2006 decía que los islandeses eran el pueblo más feliz de la Tierra (el estudio posee cierta credibilidad, puesto que llegaba a la conclusión de que los rusos eran los menos felices).

Oddny Sturludóttir, una mujer de 31 años con dos hijos, me contó que tenía una buena amiga de 25 con tres hijos de un hombre que acababa de abandonarla. “Pero no tiene ninguna sensación de crisis”, dijo Oddny. “Está preparándose para seguir adelante con su vida y su carrera con una actitud perfectamente optimista”. La respuesta a la pregunta de por qué la amiga no piensa que sea una crisis lo que cualquier mujer de cualquier parte del mundo occidental consideraría una catástrofe ayuda a explicar por qué los 313.000 habitantes de Islandia son tan sensatos, alegres y triunfadores.

Pero ninguna de estas cosas sería posible sin la sólida seguridad en sí mismos que define a los islandeses, y que, a su vez, nace de una sociedad que está culturalmente orientada –como prioridad absoluta– a educar niños sanos y felices, con todos los padres y madres que sea. En gran parte es herencia de sus antepasados vikingos, cuyos hombres se dedicaban sin reparos a saquear y violar, pero, al menos, tenían la coherencia moral de no mostrarse celosos por las aventuras de sus esposas, unas mujeres que se encargaban de alimentar a la familia en la dureza de tundra de esta isla del Atlántico norte mientras los maridos se iban de exploraciones por el mundo durante años. Como me explicó una abuela con varios nietos en mi primera visita a Islandia, hace dos años, “los vikingos se iban a otros países, y las mujeres eran las que mandaban y tenían hijos con los esclavos, y cuando los vikingos regresaban, los aceptaban con un espíritu de cuantos más, mejor”.

Oddny –una pianista esbelta y atractiva que habla alemán con fluidez, traduce libros del inglés al islandés y es concejal en la capital, Reikiavik– es un ejemplo contemporáneo de lo mismo. Hace cinco años, cuando estudiaba en Stuttgart, se quedó embarazada de un alemán. Durante el embarazo rompió con él y volvió a juntarse con un viejo amor, un prolífico escritor y pintor islandés llamado Hallgrimur Helgason. Los dos volvieron a Islandia a vivir juntos con el recién nacido y posteriormente tuvieron una hija en común. Hallgrimur adora a los dos niños, pero Oddny cree importante que su hijo mayor conserve una relación estrecha con su padre biológico. Así que, de forma habitual, el alemán va a Islandia y se aloja en casa de Oddny y Hallgrimur una o dos semanas.

“Las familias hechas de retazos son una tradición aquí”, explica Oddny, que no ha ido a trabajar y está en casa esta mañana de jueves para cuidar de su hija pequeña, a la que le duele el oído. “Es normal que las mujeres tengan hijos con más de un hombre. Pero todos son familia”. El caso de Oddny no es nada atípico. Cuando llega el cumpleaños de un niño no sólo acuden a la fiesta las distintas parejas de padres, sino también todos los abuelos, y flotas enteras de tíos y tías.

Islandia, situada en medio del Atlántico norte y con Groenlandia como vecino más próximo, estaba demasiado lejos para que nadie llegara hasta allí aparte de los más obstinados misioneros cristianos medievales. Es un país en gran parte pagano, como les gusta decir a los nativos, sin la carga de los tabúes que tanta inquietud generan en otros lugares. Eso significa que son personas prácticas y que van al grano. Y eso significa, a su vez, montones de divorcios. “No es algo de lo que estar orgullosos”, dice Oddny, con una sonrisa, “pero el caso es que los islandeses no se aferran a relaciones que van mal. Se van”. Y el motivo por el que pueden hacerlo es que la sociedad, empezando por los padres, no les estigmatiza. El incentivo de “permanecer juntos por los niños” no existe. Los niños van a estar estupendamente porque toda la familia se unirá a su alrededor, y lo más probable es que los padres sigan teniendo una relación civilizada, basada en la decisión, normalmente automática, de que la custodia de los hijos va a ser compartida.

La comodidad de saber que, pase lo que pase, el futuro de los hijos está asegurado explica también por qué las mujeres islandesas, pese a ser tan modernas (Islandia eligió a la primera mujer presidenta del mundo, una madre soltera, hace 28 años), persisten en la vieja costumbre de tener hijos cuando son muy jóvenes. “No estoy hablando de embarazos no deseados de adolescentes, que quede claro”, dice Oddny, “sino de mujeres de 21 o 22 años que desean tener hijos, muchas veces cuando todavía están en la universidad”. En una universidad española, una alumna embarazada es poco frecuente; en Islandia, incluso en la Universidad de Reikiavik, que está orientada hacia el mundo de la empresa, no sólo es habitual ver en la cafetería a chicas embarazadas, sino a otras amamantando. “Prolongas los estudios un año, vale, ¿y qué más da?”, dice Oddny. “Nadie piensa, por tener un hijo a los 22: ¡Dios mío, se me ha acabado la vida! Se considera una estupidez esperar hasta los 38. Nos parece muy saludable tener muchos niños. Todos los bebés son bienvenidos”.

Sobre todo porque, cuando una persona está trabajando, el Estado le da nueve meses de permiso por hijos remunerado, que pueden repartirse entre el padre y la madre como les parezca. “Eso quiere decir que los empresarios saben que un empleado varón tiene tantas probabilidades como una empleada mujer de acogerse a una baja para cuidar del niño”, explica Svafa (se pronuncia Suava) Gronfeldt, rectora de la Universidad de Reikiavik y antes alta ejecutiva. “El permiso de paternidad marcó el punto de inflexión para la igualdad de la mujer en este país”.

Svafa ha aprovechado la oportunidad plenamente. Con su primer hijo utilizó ella la mayor parte del permiso, y con el segundo fue su marido. “Yo estaba en un trabajo con el que tenía que viajar 300 días al año”, explica. Tuvo dudas, pero quedaron paliadas, en parte, con la seguridad de que su marido estaba en casa, y en parte, con la maravillosa educación pública que ofrece Islandia, y que empieza por las guarderías de jornada completa, hasta tal punto que las escuelas privadas son prácticamente inexistentes. “El 99% de los niños, tanto si sus padres son fontaneros como multimillonarios, acuden al sistema estatal”, dice Svafa.

Asvaldur, que nació en 1928 en un pueblo pesquero situado en el indómito extremo oriental de la isla, llamado Seydisfjordur, emigró al oeste, a Reikiavik, al acabar la guerra, y encontró trabajo como conductor de autobús en la base de Estados Unidos. Después, tras largas horas de estudiar por las noches, pasó la mayor parte de su vida como restaurador de coches machacados. Su vida siempre fue dura, pero sobre todo cuando era niño e Islandia constituía la peor de las mezclas posibles, un país del Tercer Mundo con un clima brutalmente frío. A los 12 años dejó el colegio y se fue a trabajar en un barco de pesca; es difícil imaginar un trabajo más duro en ningún lugar, con las tormentas heladas que se encuentran en el borde meridional del círculo ártico. Su hermana murió de tos ferina cuando tenía tres años, y su padre murió cuando él tenía 16 años y estaba en el mar, lo cual significa que, cuando se enteró, ya estaba enterrado. Ha trabajado jornadas de 16 horas toda su vida para alimentar decentemente a su familia, e incluso se construyó su propia casa de dos pisos; la empezó en 1958 y la terminó en 1966. Hoy tiene todo su tiempo ocupado con el cuidado de su mujer inválida. Lo bueno es que recibe dinero del Estado a cambio, y ésa es una buena razón –apoyada en la cultura de la cohesión familiar– por la que la mayoría de la gente mayor en Islandia no vive en residencias, sino en casa. “Repaso mi vida y veo lo que ha cambiado este país, y casi no puedo creerlo”, dice Haraldur, que me acoge en su casa y hace unas tortitas extraordinarias para mí y para su esposa, que está en una silla de ruedas.

Lo más interesante es lo que ha sido de tres de sus nietas, todas ya adultas. Una hace documentales en París; otra es un genio de la biotecnología que ayuda a cirujanos en un hospital de Reikiavik; la mayor, de 26 años, posee un permiso para volar obtenido en Estados Unidos y está entrenándose para ser piloto de Ryanair. Con lo pronto que se reproducen las mujeres islandesas, Asvaldur y su esposa tienen ya cinco bisnietos.

No hay duda de que recibirán enorme amor y atención de su familia ampliada, así como la mejor educación, sobre todo si alguno de ellos va a una escuela que visité en Reikiavik, Háteigsskól. El director –un hombre discreto, pero apasionado, llamado Asgeir Beinteinsson– me enseñó su establecimiento con orgullo. Los niños tienen entre 6 y 16 años, y todas las aulas, que visitamos por sorpresa, eran una imagen de laboriosidad controlada y alegre. Además de la amplia variedad de asignaturas obligatorias para todos, desde cocina hasta carpintería, pasando por las tradicionales, lo que más me sorprendió fue la forma tan imaginativa de enseñar y la estrecha relación de los profesores con los padres. Un método que se utiliza con los más pequeños es explicar la historia y la ciencia a través del teatro. Por ejemplo, para aprender la historia de los primeros colonos que salieron de Noruega en 847, los niños representan los papeles de esos colonos y luego tratan de imaginar cómo pudieron navegar hasta Islandia guiándose por el sol y las estrellas y cómo lograron sobrevivir al llegar a las áridas rocas de la isla. También se utiliza el teatro en las clases de biología, en las que los niños hacen de corazón, pulmones, riñones y corpúsculos sanguíneos.

Detrás de estos vagos buenos sentimientos hay mucha reflexión, que queda patente en la costumbre completamente islandesa de Asgeir y su claustro de profesores de viajar al extranjero en busca de ideas e inspiración. Dos profesores a los que conocí acababan de regresar de Inglaterra, donde habían visitado un distrito escolar de Birmingham famoso por tener un nivel escolar especialmente bueno. El propio Asgeir ha estado en Dinamarca, Escocia, Estados Unidos y Singapur, y la semana que le conocí se iba a Nueva Orleans. En general, todos los profesores tienen la oportunidad de tomarse un año sabático, completamente remunerado, para estudiar un tema de su elección.

Cuando hablaba con Svafa sobre las mejores influencias del resto del mundo que Islandia ha sabido adoptar tan bien, o que simplemente están allí, mencionamos, igual que el primer ministro, la humanidad de Escandinavia y el empuje de Estados Unidos. También hablamos de cómo los islandeses –que hoy día cuentan con excelentes restaurantes y cuya energía para trasnochar debe de proceder del ADN vikingo– parecen tener mucho del savoir-vivre del sur de Europa. Entonces le dije que veía en Islandia una cualidad africana de la que el resto de Europa carece. Son las estructuras familiares “a retazos” de las que me hablaba Oddny. La sensación de que, independientemente de que el padre viva en el mismo hogar o la madre esté fuera trabajando, los niños pertenecen y se consideran pertenecientes a la familia en sentido amplio, la aldea. A Svafa le gustó la idea. “¡Sí!”, respondió la ejecutiva. “¡También somos africanos!”.

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